Tu invento podría fracasar, no por la idea en sí, sino por no saber qué hacer con ella.

Pero en la mayoría de los casos vemos a inventores que han encontrado una solución a un problema que tenían y piensan que hay más personas que podrían necesitar (y pagar) una solución de este tipo.

Entonces escuchan hablar de patentes y de que pueden tener exclusividad, o sea, que nadie más podría hacerle competencia, se imaginan su producto en el mercado, piensan en dejar un legado y además generar beneficios económicos.

Porque sí, todos sabemos, y hay muchísimos ejemplos, de que una patente puede generar una GRAN rentabilidad.

Pero es justo allí cuando llega el peor momento: el bombardeo de preguntas que llegan a la cabeza:

– ¿por dónde empezar?

– ¿en quién puedo confiar y quién me puede ayudar?

– ¿cuánto costará todo esto?

– ¿puedo explotar esto por mi cuenta o debo venderlo?

– pero si lo vendo, ¿cómo lo hago? ¿a quién se lo ofrezco?

– ¿necesito prototipos o marcas?

– ¿cómo hago que se conozca mi producto?

… y muchas más.

La incertidumbre es dura, no todos pueden con ella.

De hecho, aquí es cuando surgen dos tipos de personas, a) las que se paralizan ante las dudas, y b) las que apuestan por aquello en lo que creen.